Rapunzel
Érase una vez una mujer llamada Anna que vivía infeliz porque, tras varios años de matrimonio, no había cumplido su gran deseo de ser madre. La falta de esperanza le hacía sentirse tan mal, tan deprimida, que llegó un momento en que todo lo que sucedía a su alrededor dejó de interesarle. Ya no se la escuchaba canturrear mientras cocinaba su famoso pastel de carne, ni daba largos paseos las tardes de sol. Su día a día se limitaba a subir a la buhardilla y sentarse junto a la ventana a contemplar el jardín que su vecina, una bruja con fama de malvada, poseía al otro lado del muro que delimitaba su casa. Y así, entre suspiro y suspiro, en silencio y casi sin comer, pasaba las horas sumida en la más profunda de las melancolías. Su querido esposo Robert, que la amaba con locura, estaba realmente preocupado por su salud y se sintió en la obligación de darle un toque de atención. Querida, no puedes seguir así. ¡Tienes que animarte un poco o acabarás enfermando! La mujer parecía ausente, como